by Fr. Ed Liptak, SDB

La Última Cena está marcada por muchos signos de amor. El Evangelio de San Juan deja eso abundantemente claro. Jesús sabía que su hora de partir había llegado, y “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13:1). Como señal de su amor, Jesús se inclinó para lavar los pies de sus amigos. Cuando Pedro objetó y Jesús amenazó con abandonarlo, Pedro clamó: “Señor, no solo mis pies, sino también mis manos y mi cabeza”. De muchas maneras, una amistad rota con Jesús lo afectó.
No obstante, Juan retrató lo impensable, que uno de los amigos de Jesús lo traicionaría. Pedro y Juan estaban junto a Jesús. Juan, “el que Jesús amaba”, pudo aprender de Jesús que Judas era el traidor. Fue identificado por el gesto amistoso y fraternal de Jesús, sumergiendo un pedazo de pan y ofreciéndoselo.
Qué diferente fue la atmósfera que Jesús quiso crear para sus seguidores preocupados. Les habló de un nuevo mandamiento de amor. Su primer pensamiento no era temer a Dios, sino amarlo y demostrarlo mediante el amor mutuo entre hermanos y hermanas. “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Así como yo los he amado, ustedes deben amarse los unos a los otros”. Tal conducta sería la señal de nuestra fe cristiana. “En esto conocerán todos que son mis discípulos, si se tienen amor los unos a los otros”. A través de su gran amor por nosotros, Jesús se estaba sacrificando para abrir el Reino de los Cielos a sus seres queridos.
San Juan, el Apóstol del Amor, registró esta explosión de amor brotando del corazón de Jesús, y Juan no se callaría. Siguió explicando por qué Jesús los estaba dejando, “para preparar un lugar para ellos”. Jesús quería que permanecieran cerca de él, para compartir en el cielo los hogares que su Padre había preparado. Pero ellos y nosotros tenemos nuestra propia responsabilidad. Jesús fue claro: “El que me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14:23).
Los discípulos fieles de Jesús están destinados a vivir en el abismo ilimitado del Amor de Dios, con él y en él para siempre. El cielo es el lugar del amor siempre satisfecho, eterno, que nunca disminuye.