Dios de la Luz, de la Vida, del Amor

Por P. Ed Liptak, SDB

Se necesita un pecador, o una persona extremadamente consciente de la oscuridad del pecado, para comprender plenamente la misericordia de Dios. San Agustín, aún joven, estaba sumido en un grave pecado.  Cuando por fin se convirtió, escribió: “Oh Belleza, siempre antigua, siempre nueva, demasiado tarde te he amado”. Eso no era exactamente cierto. El Dios de quien habló era y es un Dios de amor y misericordia infinitos, siempre dispuesto a perdonar. Agustín, finalmente dispuesto a confesar su vida pecaminosa y muy consciente de su malicia, se convertiría en un faro que guiaría a otros a la misericordia de Dios a través de Jesús, vencedor del pecado y de la muerte.

A menudo, el Dios del Antiguo Testamento es visto como un Dios iracundo, siempre listo para castigar. En nuestros días preferimos verlo como un Dios de bondad. No es un Dios al que temer, sino amar. Para muchos, el amor es el principio de la Sabiduría, no el miedo al castigo. Y parece que el Señor mismo está de acuerdo.  Existe una larga cadena de personas inspiradas por un amor íntimo a Jesús a través de Su Misericordioso y Sagrado Corazón.

Catalina de Siena, fallecida en 1300, Francisco de Sales, fallecido en 1622, Margarita María, en 1690, ahora Faustina en 1938, canonizada por el Papa San Juan Pablo II en 2000—todos estos y otros también han escrito sobre su amor y afecto por Dios vivo en ellos, y de su amorosa misericordia. Jesús pidió repetidamente a Santa Faustina que este segundo domingo de Pascua se celebrara como Fiesta de la Divina Misericordia. San Juan Pablo II lo declaró el 30 de abril de 2000, cuando canonizó a Faustina.

La Sagrada Escritura, antigua o nueva, abunda en súplicas para que se honre la Divina Misericordia. Nuestro Evangelio de hoy presenta la conversión de Santo Tomás como un ejemplo espléndido. No dispuesto a aceptar el hecho de la Resurrección, Tomás se resistió audazmente durante una semana entera. En el octavo día de Pascua, Jesús misericordioso se manifestó a Tomás de manera tan convincente que le arrancó palabras que también se han convertido en las nuestras que creemos: “Señor mío y Dios mío”

Las intervenciones periódicas de lo alto, reconocidas por nuestra Iglesia, nunca han permitido que se desvanezca la fe profunda en la morada amorosa y misericordiosa de Dios. Más bien, por voluntad de Dios, la fe en ella se ha hecho cada vez más fuerte. Y como Jesús le dijo a Tomás, así nos dice a nosotros: ‘Bienaventurados los que creen.‘ 

“Creyendo, glorifiquemos la Misericordia ilimitada de Dios por edades interminables. Amén”.  (S. T. Faustina, Diario)